Talento ariqueño

Talento ariqueño
Con su segundo disco solista, Témpera, el ariqueño Manuel García, confirma su calidad de cantautor de veta profunda y largo aliento, que demostró con su debut en solitario, Pánico, publicado en 2006 y nominado al Premio Altazor 2007 en la categoría pop balada. Con este nuevo trabajo, el líder de la banda nacional de rock and roll Mecánica Popular, vuelve a cosechar los elogios del público y la crítica rindiendo tributo a la tradición de grandes de la canción popular, como Violeta Parra, Víctor Jara, Patricio Manns y Atahualpa Yupanqui.
Con él conversamos sobre su música y sobre su infancia y juventud en Arica, su ciudad natal, donde de la mano de su padre, abrazó la música ya a los 5 años, participando en conjuntos de folclor nortino y haciéndose inseparable de su guitarra, junto a la cual componía, mirando al mar, ya fuera sentado sobre “su piedra” del cerro La Cruz o en el puerto, de cara a un horizonte que no ha hecho más que ensancharse. Una ciudad cuyo deterioro hoy lamenta, así como el desarraigo y el “sentido de identidad de lo chileno construido a través de la televisión, con un alto grado de xenofobia hacia los aymaras, siendo que, desde la capital, su cultura se asimila mucho a Perú y Bolivia”.
Por Rosario Mena
Con una formación musical que define como “rudimentaria”, a pesar de haber pasado por los conservatorios de la Universidad Católica y de la Universidad de Tarapacá, en Arica, su ciudad natal, Manuel García se define como autodidacta. Uno que comenzó a forjarse desde muy niño: “En el colegio me decían poeta, pero, en realidad, lo que hacía era declamar. Recitar todos los poemas de las efemérides y eventos escolares. A los ocho años comencé a escribir, a anotar cuentos en mis cuadernos, y a los trece ya me la creí entera. Y aprendí a no sólo ponerle música a los poemas, sino a reflexionar con la guitarra. A tomar la guitarra y hacer canciones”.
Sus dos últimos discos con Mecánica Popular, “La Casa de Asterión” y “Fatamorgana” ya lo acostumbraron a los piropos de la prensa. El efecto se ha multiplicado con sus discos en solitario, Pánico (2006) y Témpera, recientemente editado bajo etiqueta Alerce, y que cuenta con la participación de destacados músicos de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Concepción, con quienes grabó la obra Víctor Jara Sinfónico, representando al emblemático cantautor. En 2007, Manuel fue elegido para desarrollar, junto al catalán Pau Guillamet, el espectáculo e-xile, la faceta musical del proyecto cultural español sobre el exilio republicano “Literaturas del Exilio” que incluyó exposiciones, conciertos y obras de teatro en distintos países del mundo, incluido Chile. Para esto, García musicalizó e interpretó poemas de Pablo Neruda, cuya figura se vincula estrechamente al extrañamiento de los republicanos catalanes que llegaron a Chile en el Winnipeg gracias a sus gestiones.
El “joven cantautor”, padre de familia que hace rato pasó la treintena, representa, efectivamente, una renovación. En este caso la de la tradición de la canción popular chilena, nacida de la unión entre guitarra y poesía y con referentes tan sólidos como Víctor Jara, Violeta Parra, Patricio Manns o Atahualpa Yupanqui, recreando su espíritu en una versión contemporánea. “Por lo bien que le ha ido a mi disco y a otros cantautores jóvenes, veo que resurge la necesidad de escuchar al hombre y su guitarra”. Una “recuperación cíclica”, es como define Manuel este fenómeno basado en la honestidad y en la conexión con el público. “Yo creo que los cantautores son la expresión más directa del cantar, del decir, del hombre cotidiano, el que toma la guitarra y canta en la mesa. Cuando un cantautor se impone es porque está haciendo un trabajo que tiene que ver con la gente, porque no recurre a la parafernalia”.
Temas “de amor, de locura y de muerte” incluye, según su autor, este nuevo álbum con el que se atreve a un lenguaje más crudo y sugerente, que desafié y deje espacio a la interpretación del oyente atento. “Las canciones tienen que tener una calidad poética, una sinceridad a toda prueba y una calidad estética desde el punto de vista de la música”, son los tres requisitos que destacada Manuel para una buena composición. Pero su propuesta no sólo destaca por el nivel musical y letrístico, sino también por la amplitud de su registro, y la solidez de su puesta en escena, transitando de la balada al rock con extraordinaria fluidez y seguridad, sin perder, en ningún momento, su singularidad.
Nostalgia de Arica
“Viví en Arica hasta los 23 o 24 años. Me crié en el cerro La Cruz en un caserío en el desierto, una toma que Salvador Allende constituyó en población, detrás del Morro, encima de los cementerios chinchorro que dan para la playa. Es un lugar muy pobre urbanamente pero muy lindo geográficamente, la gente con que yo me crié fundamentalmente se dedicaba a la pesca. Mi papá trabajó un tiempo como especie de notario improvisado, le traducía a los aymaras los papeles, era una persona que tenía mucha admiración por los pueblos indígenas”, cuenta Manuel acerca de su padre, quien habría aprendido a escribir a máquina tras el cierre, de la industria de televisores donde trabajaba hasta el golpe militar de 1973, dedicándose a la gestión de trámites y documentos oficiales, para terminar como inspector en una escuela intercultural aymara.
La educación básica, Manuel la cursó en la pequeña escuela del Cerro La Cruz. En la secundaría, combinaba sus estudios en el Liceo A1 y en la Escuela Artística F19 donde se inició en la guitarra. Integró bandas de folclor y danza aymara, como “Los Prisioneros del Folclor”, y creció escuchando la música nortina. “Uno ya venía recogiendo las raíces del folclor hace rato, integrando y escuchando bandas de folclor. Desde allí nunca más solté la guitarra”. Posteriormente, ingresó a la Universidad de Tarapacá donde cursó la carrera de Historia y Geografía: “Tuve como profesores a tres grandes pilares de la arqueología en el norte como Percy Dauelsberg, Luis Álvarez y Guillermo Focacci”. En paralelo, estudiaba guitarra en el Conservatorio de la Universidad.
“Yo vivía en el cordón periférico de la ciudad, me gustaba mucho caminar por el desierto, por la aduana, por los edificios antiguos. Me iba a la estación del tren Arica-Tacna. Por la misma carrera de Historia y Geografía, nos tocaba mucho recorrer los alrededores, los valles, los pueblos del altiplano. Una de mis mayores inspiraciones era el puerto: estar ahí, ver los barcos, hacer canciones sentado en la orilla, hablar con la gente”, cuenta este ariqueño que, como muchos, lamenta el estado actual de la ciudad, que, en su opinión, “recoge muy poco del mar y del altiplano” y ha adquirido “una impronta tipo Miami”.
“En los años ‘70 había un estadio, un hospital, la plaza con la iglesia diseñada por Eiffel. La ciudad era un conjunto con carácter y atmósfera. Se ha ido deteriorando todo a medida que pasa el tiempo. Los milicos la cuidaban más porque era estratégica, siempre ha sido una ciudad muy militar. Los alcaldes, de derecha, no han tenido la sensibilidad para mantenerla. Se ha ido desgastando mucho el centro de la ciudad, ahora es una especie de centro medio sucio, híbrido, sin identidad. Arica es una ciudad bien garcíamarqueana, porque la gente tiene un sentido de identidad de lo chileno a través de la televisión, hay un alto grado de xenofobia con los aymaras, desarraigo y mucho consumo. Es un tema en el cual hay que trabajar”.
El paisaje ariqueño es parte de su creación, así como la nostalgia de ese rico mundo que latía en el territorio más árido del planeta. “Lo que más extraño de Arica son mis rincones, mi piedra donde yo componía en el desierto, en el Cerro La Cruz, hasta donde caminaba una hora, dos horas, desde mi casa. Las papas con mote de mi mamá, el pescado que se come casi a diario y las aceitunas amargas terribles. Las guayabas y, por supuesto, el mar. Todo eso está en mis canciones”.